Indudablemente vivimos en una sociedad en la que estamos expuestos, de forma real y objetiva, a riesgos de forma continua. Corremos peligro en nuestros propios domicilios, en los que se producen un porcentaje muy elevado de accidentes domésticos con trágicos resultados.
Corre peligro nuestra salud cuando dependemos para nuestro sustento de una cadena de productos alimentarios que comemos y que vienen procesados y tratados con conservantes y otras sustancias que nos aseguran que no son nocivas. Corremos peligro desde que salimos a la calle, expuestos a que se nos caiga encima un árbol o una cornisa o nos atropelle una bicicleta. Y no digo nada del peligro que comporta enfrentarnos a una circulación en la que ya siendo peatones, conductores o usuarios de cualquier tipo de vehículo de motor, vivimos siempre bajo la amenaza de pasar a engrosar la luctuosa lista de víctimas de la carretera. Y cómo no, corremos peligro cuando exponemos nuestra vida y salud en un centro médico u Hospital de donde esperamos salir restablecidos y sanados de las dolencias, enfermedades y lesiones que nos llevaron hasta sus puertas.
Y si somos capaces de levantaros cada mañana pese a ser conscientes de esos riesgos, es por una razón: por la confianza que depositamos en nuestros semejantes en que, dentro de la obligación no escrita, de solidaridad social, cada uno procure que todo funcione como debe funcionar. Aunque la confianza absoluta nunca exista, lo que justifica la existencia de aseguradoras que cubren los errores o los innatos perjuicios derivados de esas actividades de riesgo que comportan una respuesta reparadora, incluso por responsabilidad objetiva, es decir, cuando se produce el resultado lesivo y aún cuando no haya mediado culpa o negligencia. Es decir, aún cuando el daño se haya producido de forma absolutamente imprevista, imprevisible y no se hubiera podido evitar, es decir, cuando se cause por caso fortuito.
Y por supuesto, en excepcionales circunstancias, se cometen graves negligencias que pueden provocar la destrucción de una vida. Muchas son las personas que cada año fallecen como consecuencia de que alguien no hizo lo que se esperaba de ella en esa cadena de solidaria confianza. Y es ahí, en donde hemos de exigir responsabilidades, privadas o públicas, a las personas, empresas, instituciones o administraciones que hayan obrado de forma indebida. Esa responsabilidad incluso puede alcanzar la órbita penal cuando la negligencia sea de tal magnitud que exija un reproche de tal calado, y se deba imponer una sanción al o a los responsables del trágico resultado, y siendo conscientes de que muchas veces existe una concatenación de circunstancias, una suma de causas y errores sin cuya intrusiva presencia, no se hubiera llegado a tener que lamentar la consecuencia. En todo caso, siempre queda abierta la vía a la reclamación de una indemnización patrimonial a los responsables, si su intervención culpable o negligente no alcanzara la gravedad suficiente para encuadrarse en el ilícito penal, lo que exige una investigación rigurosa de lo sucedido.
Un caso trágico reciente y que es gestionado y defendido por este despacho de abogados, es el que terminó en la trágica muerte de un joven de 27 años, una persona excepcional, deportista y que tenía toda una vida por delante. Un accidente deportivo, en una cancha de baloncesto de un pabellón que no reunía las reglamentarias medidas de seguridad, y una nefasta intervención de los servicios sanitarios del SAS, por falta de la debida atención tanto en el centro de salud del municipio de Burguillos, en el traslado en una ambulancia que no reunía, ni mucho menos, las condiciones para la gravedad de su lesión cerebral, y la dilación en ser atendido en los servicios de urgencia del Hospital Virgen Macarena.
La pregunta que se hacen sus padres y que trasladan a este despacho no es otro que la de si se hubiera podido evitar su muerte si se hubiera obrado con diligencia, si las medidas de seguridad del pabellón deportivo hubieran sido las adecuadas y reglamentariamente exigibles, y si los servicios santuarios hubieran actuado con las debidas y mínimas pautas, metodología y procesos exigibles ante un caso que requería una urgente y eficaz intervención sanitaria. La respuesta no puede ser otra, que sí, sí se habría podido evitar esa muerte. Mas ahora, y pese a seguir por siempre lamentando la pérdida, sólo nos cabe exigir responsabilidades, primero ante la jurisdicción penal que habrá de investigar lo sucedido a fin de depurar el grado de participación por comisión u omisión en ese resultado de muerte. Una negligencia letal que no puede quedar sin respuesta, pues las lágrimas de una madre están esperando que se le haga Justicia a su hijo.
Francisco Serrano Castro